ENTRE LA GÉNESIS Y EL ABISMO. LO VISIBLE Y LO LATENTE
Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery
Esta colección se presenta como una cartografía simbólica del origen, del tránsito y de la disolución. Su núcleo conceptual no se basa en la linealidad narrativa ni en la representación mimética, sino en la evocación. Aquí, la pintura deviene medio ritual, superficie orgánica que palpita, donde lo onírico, lo biológico, lo sexual y lo místico se entrelazan como manifestaciones de una misma energía subterránea. Lo que late bajo estas imágenes no es una idea, sino un campo de fuerzas: el de la vida como expansión incesante, y el de la muerte como recogimiento hacia lo esencial.
Siguiendo una lógica más cercana a la experiencia visionaria, como la que Aby Warburg atribuía al arte como forma de supervivencia de lo arcaico, estas obras no buscan decir, sino activar. En ellas, el cuerpo, la naturaleza y el cosmos son una sola carne mutable. Un mismo pulso recorre los úteros cósmicos, los cráneos floridos, las selvas alucinadas y los charcos quietos que reflejan el más allá. Todo se mezcla en una estética del intersticio: lo que está entre lo humano y lo animal, entre lo divino y lo profano, entre lo vivido y lo soñado.
La serie se despliega desde una matriz simbólica fecunda, donde cada elemento no se impone como signo cerrado, sino como resonancia abierta. Árboles que crecen con raíces serpenteantes, lunas que son a la vez portales, cuerpos embarazados que contienen galaxias, miradas disueltas entre nebulosas… Las formas se entrelazan en una lógica que recuerda tanto a los códices mesoamericanos como a las visiones de artistas como William Blake, Remedios Varo o los actuales creadores de arte visionario como Alex Grey o Martina Hoffmann.
La influencia chamánica es palpable. La pintura se convierte en espacio ceremonial, en altar simbólico donde se manifiestan las presencias que habitan lo invisible. Lo vegetal, lo animal y lo humano cohabitan en un estado de fusión sagrada, aludiendo a cosmogonías indígenas en las que el jaguar, la serpiente o la placenta no son simples figuras, sino entidades con agencia espiritual. Esta dimensión se expresa formalmente a través de composiciones orgánicas, cromáticas y rítmicas, en las que no hay jerarquías estables entre figura y fondo, entre sujeto y entorno. Todo respira junto.
Desde una lectura interdisciplinaria, podríamos vincular esta obra con los postulados de la biosemiótica, donde la vida se entiende como una red de signos. Aquí, la carne, sea humana, vegetal o mineral, es portadora de significados que trascienden el lenguaje verbal. Como proponía Humberto Maturana, “todo hacer es conocer”, y esta pintura conoce a través del hacer pictórico, del gesto, del color que vibra, del trazo que se vuelve víscera, humedad, raíz o galaxia. La pintura no ilustra la vida: la encarna.
Uno de los ejes centrales que articula la colección es el tránsito. El tránsito entre la vida y la muerte, entre el sexo y el espíritu, entre el caos y la forma. El Eros y el Tánatos que tan magistralmente desarrolló Bataille como pulsiones fundantes del ser aparecen aquí no como opuestos, sino como compañeros de viaje. La sexualidad no se limita al deseo físico, sino que se proyecta como fuerza creativa universal, como matriz de mundos posibles. La muerte, por su parte, no es aniquilación sino retorno, transformación, integración en un ciclo mayor.
Esta obra también propone una experiencia estética basada en la disolución de las categorías perceptivas. La mirada del espectador se ve constantemente desafiada por formas ambiguas, figuras que emergen y se disuelven, cuerpos que se entremezclan con líquidos, rocas o constelaciones. En este sentido, la propuesta recuerda al pensamiento de Jean-Luc Nancy, quien entendía la experiencia del arte no como la recepción de un mensaje, sino como la apertura de un sentido que se da en el contacto con lo sensible. Aquí, el sentido no está dado: se revela, se escapa, se transforma.
Desde la historia del arte, podríamos decir que esta obra dialoga con el expresionismo místico, el surrealismo simbólico y el realismo visionario. Pero su propuesta va más allá de las filiaciones estilísticas. Su anclaje profundo está en el cuerpo: en el cuerpo femenino como templo, en el cuerpo vegetal como origen, en el cuerpo acuoso como fluidez primordial. Cada obra es, en este sentido, una placenta visual, un órgano que late y que propone al espectador no contemplar, sino participar: sentir, recordar, intuir.
Esta colección invita a replantear la función del arte en contextos contemporáneos saturados de imágenes sin alma. Aquí, la imagen se vuelve presencia, mediadora entre mundos. Como sugería la crítica Lucy Lippard, lo importante no es solo qué representa una obra, sino cómo transforma al que la observa. Esta serie tiene la potencia de activar zonas dormidas del pensamiento y de la emoción, de reconectar al espectador con su dimensión arquetípica, con su memoria ancestral y corporal.
No se trata de entender, sino de rendirse a la experiencia. Como quien entra a un sueño y acepta su lógica. Como quien contempla un charco y descubre en su reflejo la totalidad del universo. Como quien nace, muere, goza y se funde en la tierra, una y otra vez, sin resistencias.