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ANA JAMAR

Obras de ANA JAMAR

ENTRE LO CARNAL Y LO SAGRADO

Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery

La pintura de Ana JaMar irrumpe en el panorama contemporáneo como un gesto que se balancea entre la pasión encarnada y el recogimiento espiritual. En su corpus, el cuerpo no es solo representación: es manifiesto, herida, deseo, silencio, grito. Con una paleta que oscila entre el claroscuro barroco y la sutileza hipermoderna del hiperrealismo, la artista propone un viaje visual que transita del erotismo a lo sacro, de la iconicidad cultural a la intimidad encendida, donde cada figura parece rozar tanto la fragilidad como la intensidad de lo humano.

Estas obras se inscriben en una genealogía pictórica que podría remontarse a Caravaggio por el tratamiento dramático de la luz, a Ingres por la obsesión con la forma sensual, o incluso a Lucian Freud por la materia cruda del cuerpo. Pero también beben de fuentes más cercanas, como la fotografía publicitaria, el cine clásico y la cultura pop —evidente en los retratos de Marilyn Monroe, imagen arquetípica de la belleza mediática, reapropiada aquí desde un ángulo más nostálgico y contenido, menos performativo que confesional.

Ana JaMar construye un imaginario donde el cuerpo femenino —y en menor medida el masculino— se convierte en campo de batalla simbólico: un territorio de placer, opresión, redención y poder. Las composiciones, muchas de ellas basadas en primeros planos o encuadres cerrados, recuerdan el gesto cinematográfico de acercar la mirada al fragmento. Manos tensas, espaldas arqueadas, labios entreabiertos, torsos fundidos. Hay una carga casi escultórica en cada músculo delineado, una tensión que podría remitir al mármol helenístico o a la carne expuesta de una pintura religiosa. Pero aquí la anatomía no busca idealizar, sino intensificar la experiencia emocional y afectiva.

Este trabajo abre una conversación compleja entre el deseo y la fe, entre la corporalidad deseante y la devoción silente. Así, los retratos de Cristo —devastado, sangrante, íntimo— no responden a una religiosidad dogmática, sino que funcionan como espejo emocional de un dolor compartido. En estas piezas, el sufrimiento se vuelve humano, no celestial. Las lágrimas negras, los ojos cerrados, los rastros de la corona de espinas, nos devuelven una imagen cruda de lo espiritual, no como promesa trascendental sino como encarnación del quebranto. No hay salvación sin carne, parece decirnos.

Este gesto resuena con lo que Georges Bataille planteaba como «la experiencia interior», ese momento en que lo erótico y lo místico se tocan, se funden, se confunden. El cuerpo, lugar de goce y de sacrificio, aparece en Jiménez no como simple objeto, sino como sujeto de pulsiones. Lo vemos en la pieza donde unas manos cubren y descubren simultáneamente la pelvis de una figura femenina, en un claroscuro exquisito que subvierte lo explícito para dotarlo de enigma. O en la imagen de una mujer que alza el cuello con los ojos cerrados mientras abraza a un hombre de espaldas: un gesto cargado de ambigüedad, entre el éxtasis y el dolor, la entrega y la posesión.

El erotismo aquí no es gratuito ni meramente decorativo. Es un gesto político. Al representar con dignidad y solemnidad cuerpos entrelazados, abrazos intensos, posturas explícitas o íntimas, la artista subvierte siglos de tradición patriarcal que han explotado la imagen femenina sin agencia. Ana JaMar devuelve a estos cuerpos su subjetividad, su derecho a gozar, a sufrir, a existir desde el deseo propio. Se alinea así con prácticas feministas que, desde la teoría de Laura Mulvey hasta las imágenes de artistas como Nan Goldin o Jenny Saville, han problematizado la mirada y su dirección.

La inclusión de una reinterpretación de El nacimiento de Venus de Botticelli, por ejemplo, funciona no como homenaje pasivo, sino como relectura crítica de la historia del arte. Esta Venus, ya no etérea ni etéreamente contemplada, se inscribe en una narrativa más amplia donde el cuerpo ya no es solo símbolo de belleza, sino también de fuerza, política y reapropiación.

Pero esta obra también habla desde la ternura. Desde el gesto que sostiene una copa de vino sobre la curvatura de un cuerpo desnudo. Desde los pliegues de una camisa que insinúa sin vulgaridad. Desde la piel que se deja tocar o la mirada que se desvanece entre sombras. Hay una poética de lo cotidiano que emerge, un erotismo que no busca escandalizar sino conectar, recordar al espectador que la piel es memoria y la mirada, caricia.

En un tiempo donde la imagen ha sido saturada, multiplicada, degradada y desechada con rapidez, Ana JaMar rescata el valor del trazo lento, del óleo que respira, del detalle que exige atención. Frente al vértigo digital, su pintura reclama presencia. Nos obliga a mirar con otra velocidad, a detenernos en los matices del gesto, en las microemociones del rostro, en la tensión de una mano.

Estas obras no piden ser comprendidas por completo. Son, más bien, umbrales. Umbrales hacia lo íntimo, lo universal, lo contradictorio. Nos interpelan, nos arrastran, nos devuelven a nuestra propia vulnerabilidad. Y en esa devolución hay también una forma de belleza —una belleza que no idealiza, sino que se arriesga a mostrarse herida, sucia, enamorada, viva.

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