LATENCIA ANIMAL. ESCRITURAS DEL MUNDO MÁS ALLÁ DEL HUMANO
Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery
Hay formas de mirar que no buscan controlar. Hay trazos que no describen, sino que despiertan. En esta serie de imágenes, Elena Rafart no retrata animales: los escucha. O tal vez los deja pasar, como quien abre una compuerta silenciosa por donde la vida, sin ceremonia, se cuela. Lo que se ve —lémures, halcones, caballos, jaguares, conchas, plumas— es solo la superficie de un gesto más profundo: una atención radical a lo que aún habita el mundo sin palabras.
Cada dibujo es una membrana porosa entre especies. La línea, en su mínima vibración, restituye una forma de saber anterior al lenguaje: esa que pasa por los ojos, la piel, la memoria olfativa, la pulsación del silencio. Frente a estas imágenes, la mirada no observa, sino que acompaña. Como si el espectador no pudiera situarse frente a las obras, sino a un lado, en el mismo plano que lo representado. Ser parte de un mismo mundo, aunque temporalmente dislocado.
Los animales de Rafart no son símbolos. No están ahí para contar una historia moral o representar un arquetipo. No hay nostalgia ni domesticación. Están —más bien— como están las piedras, los helechos o las corrientes marinas: en su exactitud misteriosa. En su estar sin excesos. Y sin embargo, algo se conmueve. Porque lo que emerge en esta serie no es la imagen de lo animal, sino su modo de estar en el mundo: su paciencia, su agudeza, su latencia.
Hay una poética del detalle que vincula todas las piezas. La repetición de ciertos motivos —plumas, hojas, texturas dérmicas, ondas acuáticas— funciona como un sistema de escritura no verbal. Las formas se replican sin volverse idénticas. Se dispersan como esporas visuales, dibujando una gramática del entorno donde todo está en relación: un plumaje puede evocar el movimiento de las medusas, un pelaje replicar la rugosidad de una piedra. Así se revela una sintaxis del mundo no humano: fragmentaria, reverberante, profundamente sensorial.
En esta colección, lo visible no es el único plano que importa. También hay una vibración que se percibe en el cuerpo, una especie de resonancia leve que se instala en quien mira. Como si las obras fueran una zona de contacto, no de contemplación. No se trata solo de ver un caballo o una flor, sino de percibir el aliento, el peso del gesto, el modo en que el viento ordena las crines o las ramas. Es un arte que se activa a través de la atención sostenida. Una experiencia que no se impone, sino que se ofrece.
En el fondo, lo que estas imágenes convocan no es una representación de lo vivo, sino una forma de vida compartida. No hay jerarquías entre especies, ni una voz superior que ordene. Cada ser aparece en su singularidad, pero también como parte de un entramado mayor. Como diría Isabelle Stengers, pensar con los seres del mundo exige “atender a lo que insiste sin gritar”. Aquí, esa insistencia se dibuja con lápiz, con pigmento, con sombra. Se dibuja desde el cuidado.
Podría hablarse de archivo, pero no en el sentido colonial del término: no hay aquí colección ni clasificación. Lo que se recoge no es un inventario de especies, sino un atlas emocional. Una constelación de presencias que, al nombrarse visualmente, resisten al olvido. Frente a un planeta que borra lo que no produce, estos dibujos son una forma de persistencia. Una escritura que se rehúsa a desaparecer.
También podría pensarse esta obra como una plegaria. Una plegaria laica, terrestre, que se dirige no al cielo sino al suelo, al mar, al follaje. Una plegaria sin destinatario fijo. O mejor: dirigida a todo aquello que aún no ha sido reducido. Porque las obras de Rafart no vienen a denunciar, sino a ofrecer abrigo. A decir: “esto también merece ser habitado con respeto”. No desde la culpa, sino desde la belleza. No desde el sacrificio, sino desde el asombro.
Lo que se activa en esta colección no es una nostalgia por la naturaleza perdida, sino una afirmación de los vínculos posibles. Cada imagen es una grieta en la narrativa del dominio. Una invitación a habitar el mundo con otros ojos, otros ritmos, otras sensibilidades. Y en ese gesto, también se transforma el que mira. Porque algo en la mirada se afloja, algo se desprograma. Y entonces, tal vez, volvemos a aprender a ver.