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J. LEDO

Obras de J. LEDO

CROMATISMO ÍNTIMO: EL GESTO COTIDIANO COMO ARTE MAYOR

Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery

En esta serie, la artista nos propone una pintura que oscila entre lo íntimo y lo vibrante, entre el universo doméstico y la exuberancia del color, entre la mirada que observa y la mano que celebra. La obra se despliega como un diario visual donde conviven naturalezas muertas y retratos, escenas íntimas y paisajes interiores, envueltos todos por un cromatismo decidido, casi jubiloso, que remite tanto a la modernidad pictórica como a la sensibilidad pop contemporánea.

A primera vista, los ecos de Henri Matisse, con su simplificación formal, su amor por los interiores y sus composiciones ornamentales, se hacen evidentes en las naturalezas muertas de frutas, jarrones y flores. Pero no se trata de una simple emulación formal: aquí el color no es solo decorativo, sino estructural, emocional y narrativo. Las frutas no son solo objetos: son presencias. Las hojas no describen, evocan. La mesa no sostiene, flota. En estos trabajos, la perspectiva se disuelve para dar lugar a una espacialidad emocional, más cercana al recuerdo que al registro.

En la pieza de los limones en el cuenco azul, por ejemplo, la vibración de los colores cálidos se contrapone a un fondo ondulante de formas vegetales y patrones abstractos que tensionan la estabilidad de la escena. La pintura no imita lo real, sino que lo reimagina desde una interioridad cromática que hace que los objetos hablen, los fondos respiren y los volúmenes se fundan con el ambiente.

Este lirismo visual se ve interrumpido (o tal vez completado) por una serie de retratos y figuras humanas que introducen otra capa narrativa, más introspectiva. Los rostros están construidos con planos de color que acentúan las zonas de sombra, transformando el claroscuro clásico en una operación gráfica contemporánea. Esta técnica remite al lenguaje del cómic, al cartelismo de los años sesenta y a la estética pop de David Hockney, pero también guarda una intención más íntima: captar al sujeto no en su gesto más evidente, sino en su pausa, en su vulnerabilidad.

La joven sentada en el sofá, por ejemplo, no se ofrece al espectador: se repliega en sí misma. Sus piernas cruzadas, su mirada lateral, su expresión ambigua, nos hablan de una subjetividad que no busca mostrarse, sino simplemente estar. De forma similar, la mujer que lee en la cama, absorbida por su propia concentración, habita una escena de recogimiento cotidiano, sin espectacularidad. Estos retratos hablan de una ética de la mirada: no se trata de capturar el momento más dramático, sino el más verdadero.

Lo mismo sucede con la conmovedora imagen de dos mujeres mayores caminando por la orilla del mar. En su andar lento, sus espaldas ligeramente encorvadas, sus vestidos de baño floreados, se condensa una ternura radical. La pintura no necesita grandes gestos para conmover. En esta escena, la amistad, la vejez, el afecto, el cuerpo que aún desea moverse, se dan la mano en una imagen que resuena con fuerza por su aparente sencillez. Como decía Georges Perec, hay una “infraordinaria” belleza en lo cotidiano, y esta pintura sabe encontrarla.

Desde el punto de vista técnico, la artista opta por una pintura de bordes definidos, colores planos, y composiciones ordenadas pero vivas. Esta estética, que podría parecer naive o ilustrativa a primera vista, revela un gran dominio de la síntesis visual: hay una clara conciencia de la forma, del ritmo compositivo, del uso del color como estructura emocional. La pincelada no es expresionista ni gestual, sino contenida, decidida, con una voluntad de claridad visual que remite a la pintura moderna pero también a una sensibilidad popular que no teme a lo decorativo.

Hay algo profundamente político en esta elección estética. En un momento en que el arte contemporáneo suele privilegiar lo oscuro, lo abyecto o lo conceptualmente inaccesible, esta obra elige otra ruta: la del goce visual, la del color como afecto, la del gesto pictórico como celebración del mundo cercano. En este sentido, podríamos vincularla con los postulados de Lucy Lippard cuando defendía un arte feminista ligado a lo doméstico, a lo afectivo, a lo sensorial, sin por ello perder profundidad crítica.

Además, estas obras dialogan con el presente desde su elección de temas aparentemente banales: frutas, sillones, ropa cómoda, zapatos viejos, cuerpos reales. Esta insistencia en lo común —tan alejada de la grandilocuencia o del statement explícito— se convierte en un gesto radical: visibilizar lo pequeño como digno de atención. Recuperar la cotidianeidad como territorio de sentido.

En conjunto, esta serie constituye una poética de lo cercano. Un canto a la vida no espectacular, pero profundamente rica. A través del color, la luz y la composición, la artista nos invita a mirar de nuevo lo que está siempre ahí: una mesa servida, una amiga al lado, una mujer que se recoge a leer, unos zapatos desgastados, una sombra que cruza un rostro. Todo puede ser arte cuando se mira con amor y se pinta con inteligencia.

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