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JOSE ALGUER

Obras de JOSE ALGUER

FRAGMENTOS DE LO URBANO: POÉTICA DE LO COTIDIANO Y LA MEMORIA VISUAL

Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery

Esta colección pictórica se erige como un palimpsesto donde lo urbano y lo rústico coexisten en una tensión cósmica entre la memoria y la inmediatez. Las obras no son meras representaciones de paisajes o figuras humanas, sino manifestaciones de una cartografía emocional que transita por los límites de la experiencia contemporánea. Cada trazo, cada superposición de texturas y colores, configura un lenguaje visual que interpela al espectador desde la complejidad de lo fragmentario.

Las ciudades aquí retratadas no son espacios neutrales; son entes vivientes que respiran, que acumulan vestigios de historias no contadas. En la superposición de estructuras arquitectónicas, se percibe la influencia del pensamiento de Marc Augé sobre los «no-lugares», esos espacios transitorios donde la identidad se diluye y la memoria se vuelve difusa. Las urbes reflejadas se presentan como espejos fragmentados de una realidad en constante mutación.

El uso del collage y la yuxtaposición de imágenes y texturas evocan la estética del «bricolaje» descrita por Claude Lévi-Strauss, donde la creación surge de la recombinación de elementos dispares. Esta técnica no solo refleja la complejidad del paisaje urbano, sino también la naturaleza fragmentaria de la memoria y la percepción. Las obras invitan al espectador a reconstruir narrativas a partir de fragmentos dispersos, desafiando la lógica lineal del relato tradicional.

Las figuras humanas emergen como símbolos de la transitoriedad. Corredores, niños, personajes solitarios: todos parecen suspendidos en un espacio liminal entre la acción y la contemplación. Esta ambigüedad existencial remite a la «condición póstuma» de Giorgio Agamben, donde el individuo se encuentra en un estado de espera perpetua, atrapado entre el pasado que persiste y un futuro que nunca llega del todo.

En medio de la densidad urbana, la presencia de la naturaleza se manifiesta como un acto de resistencia. El verde que irrumpe entre estructuras grises, la niebla que envuelve paisajes rústicos, sugieren la persistencia de lo orgánico frente a la artificialidad del concreto. Esta dicotomía recuerda la «dialéctica de la iluminación» de Adorno y Horkheimer, donde la naturaleza se convierte en un recordatorio de lo que la modernidad intenta, pero nunca logra del todo, domesticar.

El tiempo en estas obras no es lineal, sino estratificado. Las transparencias, las capas de pintura que permiten vislumbrar lo que yace debajo, sugieren un juego de presencias y ausencias, de lo que fue y de lo que persiste como eco. Esta visión fragmentada del tiempo se alinea con la teoría de Walter Benjamin sobre el «aura» de la obra de arte, donde la autenticidad reside precisamente en la acumulación de huellas temporales.

El color no es un mero recurso estético; es un código emocional. Los contrastes vibrantes entre rojos intensos y azules melancólicos crean una tensión visual que refleja la dualidad de la experiencia urbana: el bullicio y la soledad, la euforia y la nostalgia. La paleta cromática actúa como un lenguaje simbólico que conecta con lo visceral, evocando la sinestesia de Kandinsky, donde los colores tienen resonancia emocional y espiritual.

Lejos de monumentalizar, estas obras celebran lo cotidiano: calles anónimas, estructuras comunes, escenas aparentemente triviales. Sin embargo, en esta aparente banalidad reside la esencia de lo humano. La arquitectura no es solo un fondo, sino un protagonista que estructura la narrativa visual, recordando la filosofía de Lefebvre sobre la «producción del espacio» como acto político y cultural.

Cada detalle, cada trazo aparentemente incidental, es una declaración poética. Las texturas rugosas, las manchas de pintura que escapan del control, las imágenes fantasmales que emergen en el fondo, construyen un microcosmos donde lo insignificante cobra un significado profundo. Esta poética del detalle resuena con la «filosofía del fragmento» de Roland Barthes, donde el sentido surge precisamente en las grietas de lo incompleto.

La transparencia y la opacidad se alternan, creando un juego entre lo visible y lo invisible. Lo que no se muestra explícitamente es tan importante como lo que está en primer plano. Esta dialéctica remite al concepto de «lo subliminal» en el arte contemporáneo, donde el impacto de una obra reside tanto en lo que revela como en lo que sugiere.

Esta colección es más que una serie de obras; es un viaje introspectivo por el espectro de lo humano. En la intersección entre la urbe y el paisaje, entre la figura y la abstracción, encontramos un espejo fracturado que refleja nuestras propias contradicciones, esperanzas y nostalgias. Un espacio donde el arte deja de ser objeto para convertirse en experiencia, en resonancia, en eco de lo que somos y de lo que, quizá, podríamos llegar a ser.

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