ARCHIVOS DE UN CUERPO EXPANDIDO
Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery
En este conjunto de obras no hay narrativa, sino intensidad. No hay forma cerrada, sino residuo, estallido, trazo. Cada pieza aquí reunida actúa como una condensación visual de impulsos que rehúyen al lenguaje representacional, y sin embargo, nos interpelan desde lo más concreto: la textura, el peso, la memoria del gesto. Se trata de un corpus que podría leerse desde la pulsión expresiva del automatismo, pero que —más allá del gesto— se instala como archivo sensible de un cuerpo expandido, inestable y escindido.
La primera capa de lectura podría asociarse al legado de la abstracción lírica, de los experimentos de Cy Twombly, Joan Mitchell o incluso Hans Hartung, en la que el trazo deviene grito, y la mancha una forma de transcribir lo inefable. Sin embargo, lo que diferencia a estas obras de una genealogía eurocéntrica es su negativa a producir placer compositivo o refinamiento formal. Aquí no hay equilibrio, sino colisión; no hay armonía, sino supervivencia de fragmentos. Cada imagen opera como un campo de batalla semiótico en el que el color, la línea, la materia y el vacío se enfrentan y se contaminan mutuamente.
Hay en estas composiciones un gesto de curaduría inestable: las formas no buscan cerrarse sobre sí mismas ni consolidarse como signo, sino que se permiten el error, el exceso, el borramiento. Son imágenes que parecen mutar en cada mirada, como si fueran versiones efímeras de sí mismas, un software abierto que resiste la clausura museográfica. Son estructuras visuales que se sabotean a sí mismas, que se tensan al borde del colapso, pero que, en esa inestabilidad, producen sentido.
La obra Dos piedras impone una pausa: su materialidad densa, casi telúrica, introduce una dimensión táctil radical, como si el soporte cargara la memoria geológica del pigmento. Aquí, el rojo parece más una sangre endurecida que un color, y la división compositiva sugiere una frontera infranqueable, una herida. Esta pieza instala un tiempo otro, arqueológico, que tensiona el vértigo más gestual de obras como Sin título 1 o Danzarín, donde el color se convierte en estallido cinético, en danza desfigurada que roza lo performativo.
Pero más que una oposición, lo que este conjunto articula es una temporalidad múltiple y conflictiva. Algunas piezas flotan en un tiempo onírico o vegetal (Crisantemo), mientras otras insisten en lo urbano, lo residual, lo infraestructural (Monigote). Lo importante no es su resolución formal, sino cómo cada una se pliega sobre su propia materialidad, sobre sus propias condiciones de posibilidad. Cada trazo es una forma de recordar lo que el cuerpo aún no ha dicho.
Podríamos hablar aquí de una curaduría transensorial: no solo porque las obras invitan a ser recorridas visualmente con el cuerpo, sino porque evocan olores, ruidos, residuos. Hoz, por ejemplo, parece haber sido quemada, tallada, habitada por una violencia que deja huella en su superficie. En Sin título 4, los trazos naranjas delimitan un mapa esquemático, pero también una trampa, una red eléctrica, un conjuro gráfico. Hay en cada pieza una vibración, una promesa de latido.
En este universo plástico, el espectador no se enfrenta a la representación de un mundo, sino a la emergencia de un lenguaje que se inventa sobre la marcha. Las formas recuerdan signos, cuerpos, máscaras, arquitecturas, pero nunca se entregan del todo. Esta indecisión es también una forma de resistencia. Como en los mitogramas de Wifredo Lam o las estructuras incendiadas de Cildo Meireles, aquí lo político está en la vibración de la materia, no en su mensaje explícito.
Las piezas Sin título 2, 5 y 3 plantean un viraje hacia lo mitopoético: círculos concéntricos, signos flotantes, residuos de escritura o diagramas incompletos que evocan un saber arcano, cifrado, quizás perdido. Las obras no buscan comunicar, sino convocar: fuerzas, memorias, lenguajes no traducibles. Cada composición parece un fragmento de una cosmogonía mayor, como si fueran restos de un lenguaje anterior a la escritura, anterior incluso a la imagen. Un lenguaje vibrátil que se percibe más con el plexo solar que con la retina.
Y sin embargo, estas obras no se recluyen en la abstracción formal. Hay en ellas una dimensión infraestructural que las conecta con el mundo: el uso de materiales pobres, collages con recortes de prensa, manchas industriales, trazos que parecen cables, cintas, sogas. Lo que se revela no es solo un paisaje interior, sino también un ecosistema precario de lo cotidiano: noticias, basura, huellas, pintura vieja, plástico, tinta y violencia. El arte como residuo, pero también como forma crítica de supervivencia.
Podemos pensar entonces esta serie como un archivo: no en el sentido de acumulación documental, sino como una matriz sensible de saberes corporales, afectivos y matéricos. Cada obra deviene documento no verbal de una experiencia situada, de una historia que no se puede escribir pero que insiste en ser vista. Como dice Édouard Glissant, “la opacidad no es oscuridad: es un derecho”. Estas obras ejercen ese derecho. Un derecho al desorden, a la intensidad, al cuerpo que pinta porque aún duele.