MUTACIONES ESPECTRALES: ARCHIVO, CUERPO Y RUIDO EN EL UMBRAL DE LA IMAGEN
Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery
Una disposición crítica sobre lo residual y lo viviente en la era postdigital
Las imágenes reunidas en esta serie no buscan representar un mundo: lo alteran. En sus superficies —vibrantes, distorsionadas, huidizas— se articulan formas humanoides que no son figuras, sino restos. Hay algo de espectro en cada presencia, como si la imagen fuera menos una ventana al mundo que una resonancia del tiempo. No hay contornos definidos, sino vibraciones. No hay cuerpos, sino huellas de cuerpos.
Esta colección opera como un archivo inestable: un lugar donde los rastros de lo viviente han sido capturados por tecnologías que no entienden de memoria, sino de repetición, ruido y obsolescencia. Las composiciones dialogan con lenguajes visuales de la compresión digital, el error de procesamiento, el glitch, el render fallido. Pero no celebran la estética del fallo como efecto formal: la trabajan desde una dimensión ética. Lo que se descompone aquí no es solo la imagen, sino la promesa de estabilidad de lo humano como forma reconocible.
El gesto es doble. Por un lado, hay una confrontación con los lenguajes del archivo visual contemporáneo, dominado por la lógica de la vigilancia, la transparencia, la nitidez. Por otro, hay una poética del desborde: colores imposibles, texturas electrónicas, campos vibratorios que parecen activarse más allá de la mirada. La experiencia visual es entonces una experiencia del cuerpo. Las formas no se comprenden; se perciben.
Entre las figuras que emergen hay presencias infantiles, sí, pero también cuerpos indeterminados, híbridos, tal vez ni vivos ni muertos. En ellos persiste un eco del gesto humano, pero transfigurado por capas de procesamiento que lo alejan de cualquier sentimentalismo. La niñez, en este contexto, no es un tema: es un síntoma. Es la imagen de una vulnerabilidad irreductible, ya intervenida por la máquina, ya disuelta en el código.
La composición general puede pensarse como una constelación visual donde cada pieza es un nodo sensorial que resiste a la codificación. Algunas imágenes trabajan con patrones ondulados que remiten a estructuras moleculares o sonoras. Otras adoptan morfologías que rozan lo orgánico: pliegues, manchas, bifurcaciones. Pero el lenguaje común no es la figura, sino el estado de transformación. Todo está a punto de ser otra cosa.
Este desplazamiento constante instala una atmósfera donde lo visible no es garantía de sentido. Siguiendo los planteamientos de Hito Steyerl, podríamos leer estas imágenes como “pobres” en términos de fidelidad, pero radicalmente ricas en capacidad crítica. Se trata de fragmentos que resisten el consumo acelerado de imágenes, y que obligan al espectador a una temporalidad distinta: más lenta, más afectiva, más abierta.
Desde una lectura filosófica, la serie invita a pensar la imagen como territorio afectivo. La experiencia no es lineal ni jerárquica: cada visión es una variación. Este efecto es intensificado por el uso del color —a veces violento, otras casi mineral— y por la incorporación de texturas que oscilan entre lo electrónico y lo biológico. En esta zona ambigua, lo que se activa es una sensibilidad fronteriza: una sensación de estar ante algo que no se puede nombrar, pero que insiste.
Esta disposición crítica no impone un recorrido, sino que sugiere una deriva. Las imágenes no ilustran un concepto; lo producen. Las figuras se repiten, se transforman, desaparecen. Hay rostros que se vuelven código, mapas que se deshacen en puntos, criaturas que podrían ser mutaciones o recuerdos. La serie, en su conjunto, funciona como un campo visual expandido donde los límites entre el cuerpo, la técnica y la imaginación se vuelven porosos.
Lo que está en juego no es la representación, sino la presencia. En un tiempo de imágenes domesticadas por algoritmos de reconocimiento, estas composiciones abren espacio a lo opaco, lo inestable, lo no resuelto. Hay en ellas una decisión política: renunciar a la claridad para defender lo que permanece en el umbral. Esa zona donde la imagen ya no explica, pero aún afecta.
En términos espaciales, esta disposición puede asumir múltiples formas: muros interrumpidos, pantallas flotantes, impresiones retroiluminadas, atmósferas inmersivas. No se trata de mostrar objetos, sino de construir condiciones de aparición. El espectador, al recorrerlas, se vuelve parte de ese sistema: es mirado, tocado, implicado. No hay afuera. Todo es proximidad.
Mutaciones espectrales no propone una lectura única. Es una serie abierta que insiste en la fragilidad de lo reconocible y en la potencia de lo residual. Desde esa frontera entre el ruido y la forma, entre la memoria y el error, se formula una pregunta que no busca respuesta: ¿qué queda de nosotros en la imagen, cuando ya no somos necesarios para producirla?