PINTURA COMO GESTO VITAL EN EL UNIVERSO EXPRESIVO DE LA CHANCE
Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery
En la obra de La chance, el color se vuelve grito, el trazo se torna respiración, y la forma fluctúa entre la figura y la abstracción como una constante afirmación de la vida. Esta colección, tan heterogénea en sus lenguajes como coherente en su pulsión interior, se articula como una declaración radical de existencia, una práctica pictórica que no busca complacer ni explicar, sino sostener un acto vital, casi primario: el de pintar para ser.
Las piezas aquí reunidas nos sitúan en un espacio donde lo humano, lo animal, lo paisajístico y lo simbólico se entrecruzan en una poética visual visceral. Hay ecos del expresionismo alemán (Ernst Ludwig Kirchner, Emil Nolde), del fauvismo cromático (Henri Matisse, André Derain), de la abstracción lírica (Paul Klee, Jean Dubuffet), pero sobre todo, hay una voz propia que emerge desde lo intuitivo, lo espontáneo, lo urgente.
Desde el primer retrato —un rostro atrapado en una cuadrícula naranja sobre fondo vibrante— intuimos una tensión existencial: la lucha entre identidad y estructura, entre individualidad y encierro. La cuadrícula, símbolo del orden, del sistema, del control, atraviesa un rostro cuyo gesto no puede ser domesticado. Es el rostro de quien, aun bajo la regla, se rebela con la mirada. Un retrato de la condición contemporánea.
Esta fricción se extiende hacia otras composiciones, como las figuras femeninas de perfil o las miradas de cuerpos que parecen surgir del recuerdo, la alucinación o el sueño. Sus rostros no son retratos convencionales, sino presencias pictóricas: construcciones de color y gesto que evocan estados emocionales más que identidades precisas. Aquí, la pintura se acerca a lo performativo: cada brochazo es un movimiento del cuerpo, una marca del tiempo emocional de quien pinta.
La exploración de la intimidad se hace evidente en la escena del beso, donde dos figuras se funden en una imagen que, aunque distorsionada, trasluce ternura. El uso no naturalista del color —rostros verdes, labios rojos, trazos espontáneos— nos recuerda que el arte no reproduce la realidad: la reinterpreta, la intensifica. El amor, aquí, no es ideal ni romántico; es instintivo, crudo, real.
En contraste, las abstracciones geométricas, compuestas por módulos cromáticos dispuestos en cuadrantes, nos devuelven a un lenguaje casi musical, donde la pintura se convierte en ritmo, vibración, pauta visual. Cada bloque de color parece sonar, como si la tela pudiera oírse. Este trabajo resuena con la pintura sinestésica de Kandinsky, pero también con la libertad gestual del arte outsider. La línea negra que contornea estas formas sugiere una necesidad de límite, de contención, frente al caos que habita en cada pigmento disperso.
El paisaje ocupa un lugar fundamental en esta serie, pero no como fondo bucólico o decorativo, sino como un espacio existencial. En las vistas de campos abiertos, cielos densos, colinas rojizas o praderas en flor, La chance no representa un entorno externo, sino una geografía del alma. Estos paisajes están más cerca del simbolismo que del naturalismo. La pincelada gruesa, la aplicación pastosa, el uso de colores saturados, nos sitúan ante una naturaleza sentida más que observada.
El campo se vuelve extensión de la subjetividad, mientras el cielo —en todas sus formas: tormentoso, diáfano, en movimiento— aparece como metáfora de lo inasible. Los árboles, dispuestos como signos mínimos sobre el horizonte, evocan el tiempo, la espera, la compañía silenciosa. En este sentido, el paisaje se presenta como un interlocutor emocional, un espejo donde se proyecta el estado del alma.
Otro aspecto clave de la obra de La chance es su dimensión arquetípica y mitopoética. La figura del animal —particularmente en la imagen del felino con múltiples ojos y trazos en espiral— se inscribe en una lógica totémica, donde el cuerpo se transforma en símbolo. Este tipo de representación remite tanto al arte rupestre como al imaginario onírico, sugiriendo una memoria ancestral que atraviesa la superficie pictórica. El animal no está allí como objeto de contemplación, sino como fuerza que habita al sujeto.
En este sentido, La chance se alinea con prácticas contemporáneas que han reivindicado lo intuitivo, lo marginal, lo no institucionalizado como formas legítimas de creación, tal como propuso Jean Dubuffet con su noción de art brut, o como se ha explorado desde las epistemologías del sur, donde el arte se entiende como una forma de conocimiento situada, no jerárquica, profundamente ligada al territorio, al cuerpo y a la experiencia.
Formalmente, la pintura de La chance rehúye el perfeccionismo. Se permite la mancha, el error, la imperfección como parte del lenguaje. Esta elección estética no es descuido, sino convicción: una apuesta por la verdad expresiva por encima del virtuosismo técnico. Cada obra parece decir: «esto es lo que soy, así pinto, así siento». Hay una honestidad radical en este gesto.
Y es allí donde se cifra el valor profundo de esta propuesta: en su capacidad de tocar lo esencial sin necesidad de ornamento. La chance no busca una narrativa lineal ni una estética complaciente. Su pintura es fragmentaria, intensa, libre. Nos interpela no desde el discurso, sino desde la emoción, la intuición y la experiencia.
La chance, más que un nombre, es una declaración: la posibilidad de crear, de imaginar, de existir. La pintura como una forma de resistencia cotidiana, de conexión con lo sensible, de afirmación de lo que somos en medio de un mundo que constantemente nos pide ser otra cosa. En tiempos de hipervigilancia, racionalidad y sobreestimulación, esta obra nos recuerda algo esencial: el arte aún puede ser refugio, impulso y camino.