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LENA ÁLVAREZ

Obras de LENA ÁLVAREZ

LO QUE EL AGUA DEJA: PAISAJES DE LO INDETERMINADO

Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery

La pintura, cuando se entrega a la fluidez, abandona la pretensión de capturar el mundo para volverse mundo ella misma. En la serie de obras que aquí se presenta, Lena Alvarez se sumerge en el lenguaje acuoso de la acuarela no como simple medio técnico, sino como territorio poético y filosófico: cada mancha, cada disolución cromática, cada capa superpuesta de transparencia convoca un estado de suspensión, una forma de percepción no verbal que desafía el dominio de la forma y de la línea.

Estas piezas no representan. No narran. No tematizan desde lo figurativo, sino que instauran un espacio donde el ver y el sentir se confunden. Son pinturas que no buscan decir algo, sino crear las condiciones para que algo pueda ser sentido. Y es allí donde su fuerza se vuelve radicalmente contemporánea: en un mundo sobresaturado de imágenes figurativas, de símbolos predecibles y mensajes cerrados, estas obras apuestan por la potencia de lo indeterminado. Como sugería John Berger, “ver llega antes que las palabras”; aquí, el ver también llega después, y durante, y más allá.

La acuarela, históricamente asociada a la fragilidad, lo etéreo y lo íntimo, se libera aquí de sus marcos tradicionales. Ya no es soporte para bocetos de paisajes o estudios florales. En esta serie, se convierte en materia sensible de un mundo en constante metamorfosis. Hay algo orgánico, casi vegetal, en estas imágenes: parecen emerger como humedales visuales, como jardines abstractos que no se ofrecen a la mirada, sino que exigen tiempo, respiración, contemplación.

La mancha es aquí protagonista. No como error, sino como apertura. Como lo pensó Gilles Deleuze al referirse a Francis Bacon, la mancha es lo que abre a la forma desde el caos, lo que da lugar al acontecimiento pictórico. Lena Alvarez asume esta dimensión con valentía y sutileza, permitiendo que la pintura no ilustre, sino que acontezca. Y en ese acontecer, lo vegetal, lo líquido, lo atmosférico, lo corporal y lo emocional se entrelazan sin jerarquías.

El cromatismo revela un registro emocional profundamente matizado. Hay verdes musgosos, azules minerales, carmines tenues y sienas cálidas que no describen, pero sí evocan. Los colores no nombran objetos, pero afectan: el espectador se ve sumergido en atmósferas que oscilan entre lo onírico, lo melancólico y lo vivificante. Las obras funcionan como campos de energía perceptual más que como superficies planas. Cada una puede leerse como un microcosmos donde el tiempo parece dilatarse.

Es tentador hablar de estas obras como “paisajes”, pero sería más exacto decir que son “formas de la tierra antes de ser tierra”, o incluso, “recuerdos de un mundo que aún no ha existido”. Porque hay aquí un juego constante entre lo orgánico y lo mental, entre lo sensible y lo simbólico. Son paisajes sin geografía, sin horizonte ni escala: lo micro y lo macro se confunden, como en una célula vista al microscopio o una nebulosa capturada por un telescopio.

En esta propuesta, las obras se disponen como un recorrido abierto, no lineal. No hay progresión narrativa ni clasificación temática. En cambio, se plantea una deriva —una caminata poética a través de campos visuales que se responden unos a otros por afinidades sutiles. La curaduría apuesta por una experiencia inmersiva y silenciosa, donde el espectador pueda suspender el juicio interpretativo y entregarse a la experiencia fenomenológica del color, la textura, el ritmo visual.

La experiencia de estas pinturas exige tiempo lento. Un mirar que no consuma, sino que escuche. Porque cada obra está llena de detalles casi inaudibles: pequeñas marcas, tensiones entre capas, manchas que recuerdan semillas o cicatrices, líneas que parecen constelaciones. Se hace presente una sensibilidad botánica —como si la artista trabajara desde una relación íntima con lo natural, pero sin representarlo. Lo vegetal no está en lo que se ve, sino en cómo se construye la imagen: por crecimiento, superposición, fermentación, brote.

Desde un enfoque interdisciplinario, estas pinturas pueden ser leídas también en diálogo con la ciencia (la botánica, la geología, la microbiología), con la poesía (la de Alejandra Pizarnik, Wisława Szymborska, o Blanca Varela), y con prácticas meditativas como la contemplación japonesa del wabi-sabi —la belleza de lo imperfecto, lo transitorio y lo inacabado. En un tiempo donde el control, la velocidad y la productividad dominan la vida cotidiana, estas obras nos devuelven al misterio de lo que no puede ser domesticado.

Lena Alvarez logra una autenticidad radical. Deja que el agua pinte, que el pigmento hable, que el soporte respire. Esta renuncia al control absoluto, este dejar hacer a la materia, tiene una dimensión política también: resistir al mandato moderno de la forma perfecta, del mensaje claro, del sentido único. En su lugar, ofrecer lo abierto, lo ambivalente, lo que nos obliga a quedarnos —a demorarnos.

“Lo que el agua deja” es, en definitiva, una colección sobre la presencia de lo invisible, sobre lo que vibra debajo de la forma. No hay aquí grandes gestos ni afirmaciones rotundas. Lo que hay es un canto íntimo a lo indeterminado, a lo que aún no ha sido dicho, a lo que sigue fluyendo.

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