CATARSIS VISUAL: EL ARTE COMO REFLEJO DEL SUBCONSCIENTE COLECTIVO
Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery
El arte, en su capacidad de revelar lo invisible, nos enfrenta a nuestros propios espectros. En esta serie pictórica, el artista despliega un lenguaje visual que trasciende la figuración tradicional para adentrarse en la fragmentación del ser. Como un eco del surrealismo oscuro de artistas como Zdzisław Beksiński o el automatismo psíquico de André Masson, estas composiciones no se limitan a ilustrar escenas, sino que nos sumergen en un espacio de colisión entre lo humano, lo orgánico y lo onírico.
Aquí, los cuerpos se retuercen, los rostros se descomponen y las formas parecen arrastrarse desde el subconsciente para tomar una materialidad incierta. La piel se transforma en paisaje, las grietas y texturas evocan la erosión de la memoria y los objetos parecen haber sido arrancados de un universo simbólico que desafía la lógica racional. La obra se erige como un testimonio visual de la psique en crisis, un laberinto donde la identidad se desvanece y la conciencia se ve atrapada en un juego de espejos.
La pintura se vuelve un acto de disección: cada trazo es una incisión en la carne de la realidad, revelando no solo lo que yace en la superficie, sino las capas más profundas de la psique humana. Los rostros, deformados y fragmentados, evocan el imaginario de Francis Bacon, donde la figura se deshace en un grito contenido, en un reflejo de la angustia existencial. La presencia de elementos anatómicos en descomposición sugiere la inevitabilidad del tiempo y la fragilidad del cuerpo, recordando las naturalezas muertas del barroco flamenco, donde el memento mori se presenta como una constante ineludible.
El uso de la textura y la materia pictórica refuerza esta sensación de transitoriedad. La piel se convierte en un mapa erosionado por el paso del tiempo, las grietas en la superficie de los cuerpos y objetos actúan como vestigios de una historia oculta. Aquí, la materia pictórica no es solo representación, sino un campo de batalla entre lo tangible y lo efímero. El dorado, que en el arte sacro medieval evocaba la divinidad, aquí se presenta como una huella de algo que se desintegra, como si el aura de lo sagrado se hubiese contaminado con la decadencia del mundo contemporáneo.
El simbolismo de estos cuadros se enraíza en la tradición del arte visionario, aquel que busca abrir puertas a dimensiones ocultas. Elementos como la mariposa, el camaleón y la presencia de formas antropomórficas mutantes sugieren una constante metamorfosis, un tránsito entre estados de conciencia. La recurrencia del ojo como elemento central remite a la idea de la vigilancia y el autoconocimiento, recordando el concepto del panóptico de Michel Foucault: una estructura de poder en la que el sujeto es observado constantemente, sin saber cuándo, lo que lo lleva a la auto-represión.
Las composiciones están atravesadas por líneas diagonales y direcciones en tensión, como si la escena estuviera en un estado de colapso inminente. En este sentido, el artista juega con la estructura del retablo barroco, donde la teatralidad y el dramatismo son esenciales para intensificar la experiencia emocional del espectador. La presencia de la carne expuesta y los rostros distorsionados nos lleva también a la imaginería de los retablos de Matthias Grünewald, donde el cuerpo se presenta en un estado de sufrimiento exacerbado, como un vehículo para la redención o la condena.
Sin embargo, a diferencia del arte religioso tradicional, donde el dolor se orienta hacia una trascendencia, aquí el sufrimiento es inmanente: no hay redención, solo transformación. El rostro humano, desfigurado y mutable, nos enfrenta a la imposibilidad de una identidad fija, en un eco de las reflexiones de Jean-Paul Sartre sobre la angustia existencial. En este universo pictórico, el ser no se define por lo que es, sino por lo que se desintegra en el proceso de devenir.
Los objetos que emergen de estas obras—instrumentos musicales, armas, frutas—se inscriben en un sistema de signos donde el significado es maleable. Un trombón puede ser un grito silencioso, un arma puede ser un símbolo de poder o de opresión, una manzana puede representar el deseo o la corrupción. En este juego semiótico, el artista nos obliga a mirar más allá de la imagen, a interpretar la obra como un campo abierto de significados en constante desplazamiento.
Desde una perspectiva estética, la paleta cromática refuerza el impacto psicológico de la serie. Los tonos carnosos y terrosos nos remiten a la materialidad del cuerpo, mientras que los contrastes con el negro y el dorado generan una sensación de inquietante teatralidad. Este uso del color y la luz recuerda la técnica del claroscuro de Caravaggio, donde la iluminación no solo modela las formas, sino que intensifica la carga emocional de la escena.
Cada cuadro es un umbral, una invitación a descifrar los símbolos de un lenguaje pictórico que no se rige por la lógica cotidiana, sino por la gramática de los sueños y la memoria. La ciudad de la mente es la verdadera protagonista de esta serie, y en su piel se inscriben cicatrices, huellas de un pasado que sigue latiendo bajo la superficie.
En última instancia, estas pinturas son espejos en los que el espectador puede verse reflejado, no como un individuo, sino como parte de un inconsciente colectivo. Son documentos de una transformación en proceso, un testimonio de que la identidad es una construcción efímera y que la verdadera esencia del arte no radica en la representación de lo real, sino en su capacidad para revelar lo que permanece oculto a simple vista.