VESTIGIOS DE LO ETERNO
Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery
No sé bien por dónde empezar. Quizás por el principio. O tal vez no. Porque estas pinturas no son algo que pueda explicarse de manera lineal. Uno las mira y siente que hay una historia detrás, algo enterrado. No como un mensaje oculto—no es eso—, sino más bien como una memoria que no nos pertenece pero que, de algún modo, reconocemos.
Miremos primero las ánforas. ¿Quién pinta ánforas hoy en día? No es un motivo común. Y sin embargo, ahí están. Monumentales. Flotando en el espacio. No apoyadas en nada, no dentro de nada. Solo ánforas, suspendidas. Y aunque sean imágenes bidimensionales, tienen algo escultórico. Como si estuvieran allí, a punto de caerse de la pared. Pero no caen.
Las ánforas han sido símbolos de muchas cosas a lo largo de la historia. En la antigua Grecia, servían para almacenar agua, aceite, vino. Contenedores de lo esencial. Con el tiempo, se convirtieron en objetos ceremoniales. En tumbas etruscas, se usaban para guardar las cenizas de los muertos. Algo que conserva, algo que guarda. Algo que protege.
Y estas ánforas… ¿qué guardan?
Porque están ahí, pero vacías. O eso creemos.
Las inscripciones parecen letras, pero no sabemos leerlas. Los dibujos —pájaros, patrones geométricos— sugieren algo, pero no nos dan respuestas claras. Como fragmentos de un idioma que se perdió en el tiempo.
Walter Benjamin hablaba del “aura” de los objetos antiguos. Esa sensación de que llevan consigo una historia irrepetible, algo que no se puede replicar. ¿Estas ánforas tienen esa aura? No lo sé. Tal vez. Parecen reales, como si fueran hallazgos de una excavación. Pero también parecen espectros. Como recuerdos de objetos más que objetos en sí mismos.
Y luego están los retratos.
No son retratos cualquiera. No son miradas directas, desafiantes, ni intentos de capturar la identidad de alguien en particular. Son otra cosa. Presencias.
Las mujeres retratadas tienen los ojos cerrados o miradas que no nos buscan. No nos están viendo. O nos ven desde otro lugar. Y eso cambia todo.
En el arte, el rostro ha sido siempre una forma de poder. Piensa en los retratos del Renacimiento: Papas, reyes, comerciantes ricos, todos queriendo ser inmortalizados con la mirada firme, con la expresión de quien controla el mundo. Aquí es lo contrario. Estas mujeres no necesitan mirar. No necesitan demostrar nada.
Y luego está el cabello. Ese cabello que no es solo cabello.
Se alarga, se ondula, se convierte en algo más. A veces parece agua. A veces parece viento. A veces parece crecer como las raíces de un árbol. No sé si esto es intencional, pero hay algo en estos cabellos que me recuerda a Klimt, con sus líneas doradas y sus formas envolventes. Pero también hay algo de la serenidad de Modigliani, con esos cuellos largos y rostros casi suspendidos en el tiempo.
Y ahí viene la flor. Una sola flor.
El iris violeta. Firme. Alto. Inmóvil.
Flores en la pintura… siempre son algo más. En la tradición de los bodegones barrocos, las flores eran símbolo de lo efímero. Memento mori. Recuerda que vas a morir. Todo se marchita. Todo desaparece. En el arte japonés, en cambio, las flores no son recordatorios de la muerte, sino de la belleza en su estado más puro. Algo que existe plenamente en el momento y luego deja de estar.
¿Y aquí? Aquí la flor parece resistir. No se marchita, no está al borde de caer. Es casi un estandarte. Una afirmación.
Los colores también tienen algo. No están elegidos al azar. Nada aquí está elegido al azar.
El azul de las ánforas… no es cualquier azul. Es el azul de las cerámicas islámicas. El azul de las miniaturas persas. El azul de los vitrales medievales, de los océanos profundos, de los sueños. Hay algo sagrado en ese azul. Algo que no termina de estar en este mundo.
Y el dorado. Siempre el dorado.
En los retratos, en los cabellos, en los reflejos de las ánforas.
Kandinsky decía que el dorado no es un color, sino una vibración. Algo que no puede mezclarse con ningún otro color porque dejaría de ser él mismo. Aquí, el dorado no es adorno. Es un hilo conductor.
Entonces, después de mirar todo, ¿qué queda?
Queda la sensación de que hemos visto algo que no se puede explicar del todo.
Que estas imágenes no son simplemente pinturas, sino recuerdos de algo más grande.
Algo que sentimos que ya conocíamos, pero que no sabemos de dónde.
Como si alguien hubiera abierto una grieta en el tiempo y nos dejara ver, por un momento, lo que quedó atrapado ahí.
Algo que se resiste a desaparecer.