ECOS DE LA TIERRA Y EL ALMA: METÁFORAS DE LA CONDICIÓN HUMANA
Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery
En el entramado de formas y texturas que conforman esta colección escultórica, emerge un relato sincrético donde la humanidad y la naturaleza se funden en un acto de resistencia poética frente al olvido. Estas piezas no se presentan como entidades aisladas, sino como fragmentos de un corpus orgánico que susurra verdades ancestrales, evocando la memoria arquetípica que habita en lo profundo del inconsciente colectivo.
La presencia humana se dibuja como un eco de lo eterno, cuerpos que transitan entre la fragilidad y la fortaleza, suspendidos en un limbo donde el tiempo parece disolverse. No son figuras, sino emblemas de un viaje interior, testigos silentes de la búsqueda perpetua de significado. En sus gestos petrificados resuena la inquietud ontológica del ser, la pregunta sin respuesta que atraviesa civilizaciones y geografías. La mirada de estas esculturas se convierte en un espejo de la condición humana, recordando el pensamiento de Jean-Paul Sartre sobre la existencia como un proyecto inacabado y en constante devenir.
La naturaleza, por su parte, no se reduce a un simple telón de fondo; es un sujeto activo, un espejo cósmico que refleja la esencia mutable de la existencia. Las formas animales y orgánicas evocan la pulsación primaria de la vida, ese latido ancestral que conecta al ser humano con su génesis biológica y espiritual. En la rugosidad de las superficies, en la tensión entre lo pulido y lo crudo, se manifiesta la dialéctica entre lo efímero y lo perdurable. Esta tensión recuerda a la «Estética del Opuesto» de Theodor W. Adorno, donde la belleza emerge precisamente del choque entre lo perfecto y lo inacabado.
Este universo visual está tejido con una materialidad que no solo da forma, sino que también da voz. Las texturas son palimpsestos táctiles, inscripciones que narran historias de erosiones y sedimentaciones, de presencias que se afirman y ausencias que se insinúan. La pátina del tiempo se convierte en un lenguaje en sí mismo, un susurro que invita a la contemplación y al recogimiento. Este enfoque conecta con las ideas de Gaston Bachelard en «La poética del espacio», donde el acto de habitar se transforma en un ejercicio de memoria y percepción.
No hay en esta colección un relato lineal, sino una constelación de significados en perpetuo movimiento. Las obras dialogan entre sí y con el espectador, creando una cartografía simbólica donde cada mirada construye un nuevo territorio de sentido. Es un espacio para la deriva emocional e intelectual, un territorio liminal donde lo conocido y lo extraño se entrelazan en una danza incesante. Esta concepción está en sintonía con la «Estética Relacional» de Nicolas Bourriaud, donde el arte es una red de relaciones en constante transformación.
La diversidad formal y conceptual se erige como un manifiesto sobre la complejidad de la condición humana. Los cuerpos y las formas no están definidos por su literalidad, sino por su capacidad de evocar, de sugerir aquello que no puede ser dicho. En este sentido, el silencio que emana de estas esculturas no es vacío, sino plenitud: un silencio cargado de resonancias, de palabras no pronunciadas que vibran en la memoria del que observa. Este silencio es el mismo que Maurice Blanchot describe como «la voz del olvido que persiste en el corazón de la palabra».
Esta colección propone, así, una experiencia que trasciende lo visual para adentrarse en el territorio de lo sensorial y lo filosófico. Es un viaje sin destino fijo, una invitación a habitar la incertidumbre y a abrazar la belleza que reside en lo inacabado, en lo que está en constante devenir. En la intersección de lo humano y lo natural, de lo histórico y lo atemporal, estas esculturas se erigen como testigos de un misterio que, aunque nunca pueda ser del todo revelado, merece ser contemplado.