LA SINFONÍA VISUAL DE PATRICIA VIEYRA
Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery
¿Qué puede hacer la pintura cuando se libera de la necesidad de representar? ¿Qué sucede cuando el gesto pictórico nace del cuerpo como impulso, del oído como guía, del inconsciente como fuente? La obra de Patricia Vieyra, reunida en su serie Psycobrijes, responde a estas preguntas no desde la teoría, sino desde una práctica encarnada, intuitiva y profundamente rítmica.
Esta colección no es una serie de cuadros: es un sistema de signos en expansión, una constelación que oscila entre lo lúdico y lo psíquico, entre el imaginario popular y los lenguajes simbólicos de la interioridad. Patricia Vieyra no pinta: compone, escucha, coreografía. Su método —guiado por la música y la espontaneidad corporal— remite a una genealogía que va del automatismo surrealista (André Masson, Miró) al expresionismo abstracto (Lee Krasner, Norman Lewis), pero con una inflexión única: una paleta vibrante, una textura festiva y un espíritu que emana de la tradición mestiza y sensorial mexicana.
El término Psycobrijes combina el inconsciente con lo fantástico. Sus figuras, a medio camino entre alebrijes, máscaras y criaturas oníricas, se articulan dentro de tramas orgánicas delineadas por trazos negros que se asemejan a estructuras celulares, redes neuronales o mapas emocionales. Como en el test de Rorschach —referencia clave para la artista—, las formas no están cerradas: cada observador proyecta lo que lleva dentro, y esa plasticidad semántica es el corazón de la obra.
Este principio proyectivo conecta con una larga tradición de arte psíquico, donde el espectador no es un observador pasivo, sino un agente activo en la construcción del sentido. Desde los grabados visionarios de William Blake hasta las composiciones no figurativas de Hilma af Klint, pasando por los paisajes del inconsciente de Leonora Carrington, el arte ha explorado —una y otra vez— las posibilidades de hacer visible lo invisible. Patricia Vieyra se inscribe, con lenguaje propio, en esa misma búsqueda.
Pero no se trata solo de referencias europeas o esotéricas. Hay una raíz profundamente americana y popular en Psycobrijes, que conecta con la estética sincrética del arte popular mexicano, con los códices precolombinos, con las máscaras mixtecas y zapotecas, con los bordados otomíes, con la técnica del reuso y la hibridez formal que caracteriza a los alebrijes de Pedro Linares. Vieyra no los imita: los reimagina desde un plano afectivo, íntimo, psíquico. Sus criaturas no vienen del exterior; brotan desde dentro.
El trazo negro, grueso, serpenteante, que estructura cada composición, puede leerse como una arquitectura somática: no jerárquica, no centralizada, sino fragmentaria, rizomática, viva. Esta estructura recuerda las estrategias formales del art brut (Jean Dubuffet) y del grafismo espontáneo de artistas como Friedensreich Hundertwasser, donde la ornamentación se vuelve principio vital, y el color, energía pulsante. Pero también hay en Vieyra una voluntad lúdica más próxima a Paul Klee: la línea como juego, como danza.
Su uso del color —ácido, saturado, contrastante— escapa a la lógica armónica para responder al ritmo del cuerpo. Hay aquí una tecnopoética del color: cada tono modula un estado emocional, cada fragmento resuena como un órgano sensible. No hay fondo ni figura definidos. Todo está activo. Todo es flujo.
Psycobrijes se propone así como una experiencia de inestabilidad simbólica. Las obras pueden rotarse, y al hacerlo, revelan nuevas formas, nuevas criaturas, nuevos relatos. Este principio de pluralidad semántica recuerda las prácticas del arte cinético latinoamericano (Cruz-Diez, Le Parc), pero también las estructuras de lectura abiertas del arte contemporáneo relacional. Aquí, el sentido no está en la obra, sino entre la obra y quien la mira.
Desde una perspectiva curatorial crítica, esta colección puede ser leída como un dispositivo afectivo y epistémico. No produce conocimiento racional, sino sensorial. Se inscribe en una lógica curatorial que reconoce al cuerpo como archivo (Brian Massumi), al trazo como vibración afectiva, al arte como interfaz de resonancia entre mundos visibles e invisibles.
Y sobre todo, Psycobrijes se sitúa más allá del objeto: propone un arte vivo, abierto, relacional. No se trata de cuadros para contemplar, sino de organismos pictóricos para habitar, para recorrer con los ojos, para dejarse atravesar. Son superficies porosas donde la subjetividad se expande. Cada espectador descubre no solo imágenes, sino partes de sí.
Patricia Vieyra no busca representar el mundo exterior. Lo que ella hace es pintar desde adentro: desde el ritmo, desde la emoción, desde la escucha. Y en esa escucha, su obra se convierte en sinfonía, en danza, en mapa emocional.
No estamos ante una colección de arte. Estamos ante una coreografía perceptual donde cada obra es una nota en un pentagrama de intensidades. Un espacio donde ver es también sentir, recordar, reconfigurarse.