ENTRE LA IDENTIDAD Y LA DISTORSIÓN
Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery
La colección presentada opera en el umbral de la figuración y la abstracción, desafiando la noción convencional del retrato como reflejo fiel de una identidad. Aquí, los rostros y cuerpos emergen de la materia pictórica como si estuvieran en proceso de formación o de disolución, atrapados en un espacio intermedio donde la identidad se negocia constantemente con la mirada del espectador. En este sentido, el trabajo se inscribe en la tradición expresionista, pero sin caer en meras referencias estilísticas; más bien, subvierte sus convenciones para desarrollar un lenguaje propio, crudo e inquietante.
Cada pieza de la colección exhibe una profunda preocupación por la materialidad del medio pictórico. La pasta densa y gestual de la pintura no es un mero vehículo de representación, sino un elemento activo en la construcción del significado. Los trazos gruesos, enérgicos y a veces caóticos evocan la carne y el espíritu de los sujetos representados, recordando la fisicidad de la pintura de artistas como Lucian Freud o Frank Auerbach. Sin embargo, hay algo aún más visceral en estas obras: la identidad no se define por los rasgos, sino por la huella del gesto, por la insistencia de la mano sobre la superficie.
Esta tensión entre el impulso expresivo y la construcción formal genera una sensación de inestabilidad, donde los rostros parecen fluctuar entre la presencia y la desaparición. Lejos de ser una mera estrategia estética, esta desfiguración parece hablar de una identidad en crisis, de un yo que se fragmenta y se recompone con cada trazo. En este sentido, la colección nos coloca ante una paradoja: cuanto más se distorsiona la forma, más auténtica parece la emoción que transmite.
La tradición del retrato ha sido históricamente un vehículo de representación del poder, la memoria o la introspección. Sin embargo, en esta serie, el retrato se despoja de cualquier intención idealizadora o narrativa para convertirse en un campo de experimentación pictórica. Los rostros, aunque reconocibles, no buscan fijar la identidad, sino descomponerla. En lugar de perpetuar una imagen estable, las obras sugieren una identidad en transformación, un yo en constante reconfiguración.
Podemos pensar en la obra de Francis Bacon y su exploración del cuerpo en estado de convulsión, pero aquí la distorsión no proviene de un impacto externo, sino de una erosión interna. El rostro no se deforma por el dolor, sino por el acto mismo de pintar, por una lucha entre la forma y la disolución. Este enfoque nos invita a repensar el retrato contemporáneo, no como un espejo de la realidad, sino como un espacio donde la identidad se problematiza y se disuelve en la textura de la pintura.
El uso del color en esta serie es particularmente significativo. A primera vista, podríamos pensar en una paleta terrosa y apagada, pero una observación más detenida revela sutiles destellos de color que activan la composición. Estos contrastes no solo rompen la uniformidad cromática, sino que también dotan a los retratos de una dimensión lumínica inesperada. La luz, en lugar de modelar los volúmenes de manera tradicional, parece emanar de la misma materia pictórica, como si el color estuviera en proceso de mutación.
El espacio en el que se sitúan las figuras es otro punto de ruptura con la tradición del retrato. En muchas de las obras, los fondos parecen inacabados, ambiguos, casi inexistentes. Esto refuerza la idea de que estos personajes no habitan un mundo estable, sino un terreno incierto donde la forma y el significado están en constante negociación.
Uno de los aspectos más intrigantes de esta colección es la manera en que las figuras se relacionan con el espectador. A pesar de la distorsión y la gestualidad extrema, hay una presencia innegable en cada rostro, una especie de resistencia a la desaparición. La mirada, aunque desdibujada, conserva un poder perturbador, casi acusador. En este sentido, las obras no solo representan una subjetividad en crisis, sino que también confrontan al espectador con su propia percepción de la identidad.
Aquí resuena la idea de Emmanuel Levinas sobre el rostro como aquello que nos interpela éticamente, como un punto de encuentro entre el yo y el otro. En estas pinturas, la mirada no busca generar empatía, sino inquietud: el otro no se nos ofrece en una imagen clara y reconfortante, sino en un estado de constante inestabilidad.
Esta colección se inscribe en una tradición pictórica que cuestiona la estabilidad de la imagen y la identidad. A través de la materia densa, el gesto frenético y la descomposición formal, las obras nos colocan ante un universo donde la representación ya no es un medio de fijación, sino de transformación. La identidad de los sujetos aquí no es algo dado, sino algo que emerge y se desvanece en el mismo acto pictórico.
Más que retratos, estas obras son huellas de un proceso, rastros de una lucha entre la presencia y la desaparición. En su ambigüedad, nos recuerdan que la identidad no es un estado, sino un flujo; que la pintura no es solo imagen, sino también cuerpo, gesto y materia. En este sentido, la colección no solo desafía la idea tradicional del retrato, sino que nos invita a experimentar la pintura como un territorio donde la identidad se construye en la misma incertidumbre de su representación.