EL HIERRO COMO MEMORIA, EL OBJETO COMO DISIDENCIA
Por Antonio Sánchez. Director y curador de 1819 art gallery
Hay esculturas que no se contentan con ocupar el espacio: lo interpelan. No se conforman con ofrecer volumen, sino que reclaman historia. En el conjunto de obras que aquí se presenta, asistimos a una forja expandida donde el metal, habitualmente signo de dureza o silencio, se transforma en elocuencia material. Una elocuencia que no grita, sino que resuena, a veces con ironía, otras con ternura, siempre con profundidad.
Estos trabajos no surgen de una pulsión ornamental ni de un gesto formalista, sino de una voluntad por habitar lo real desde lo afectivo. Cada pieza opera como un archivo transfigurado: hay en ellas una arqueología del objeto cotidiano, una poética del uso y del desgaste, una memoria que no se guarda sino que se oxida, que no se embalsama sino que se planta firme en la tierra, como una batea centenaria que se resiste al olvido.
No es casual que muchos de estos objetos estén fuera de escala. Son objetos que han sido “sacados de su mundo”, llevados a otra dimensión donde pierden su función práctica pero ganan potencia simbólica. Una llave de dos metros ya no abre una cerradura: abre un recuerdo. Un hacha que no puede blandirse se vuelve monumento de los inviernos rurales. Un casete inmenso, atravesado por el lápiz que alguna vez fue su aliado táctico, se vuelve ofrenda a un tiempo en el que grabar música era también un acto de cuidado, de selección, de deseo. Las esculturas no representan objetos: los rematerializan como portadores de historias íntimas, sociales, culturales.
Una constante atraviesa este cuerpo de obra: la torsión del sentido. La resignificación del objeto. Ya no se trata de trabajar “sobre” cosas, sino “con” ellas. El casete, la televisión, la máscara del luchador, la figura del toro, el corazón de cerámica, son todos dispositivos semánticos: pequeños motores de narrativas múltiples. El artista no los transforma para ocultarlos, sino para revelarlos en su exceso, en su absurdo, en su insistencia.
Esta insistencia se percibe también en el modo en que la obra toca lo político. No desde la denuncia directa ni desde la ilustración ideológica, sino desde el gesto lúdico que revela la grieta. La imagen del Che Guevara fusionada con la del Coronel Sanders es un ejemplo rotundo. El ícono revolucionario convertido en emblema de pollo frito no es solo una burla: es una crítica aguda al proceso global de vaciamiento simbólico. La revolución convertida en logotipo. El ideal devorado por el mercado. Y sin embargo, la risa que provoca esta fusión grotesca no nos libera: nos delata. En esta operación puede percibirse un eco de la crítica de Guy Debord al espectáculo, donde la representación sustituye a la experiencia y convierte incluso a la disidencia en mercancía.
Lo mismo ocurre con la televisión reconvertida en cerradura. Telecerrojo, con su candado al piso, su ojo que vigila, su luz interior fantasmal, parece salido de una distopía doméstica. Pero esa distopía ya es presente: un presente en el que la vigilancia es interfaz cotidiana, en el que el espectáculo coloniza los vínculos. Esta obra no hace una alegoría, sino una advertencia: mirar también es ser mirado. El hogar también es una trinchera. Aquí la curaduría se inscribe en la lógica de lo que Donna Haraway llama «posicionamiento encarnado»: ver no es un acto neutral, sino situado, cargado de historia y poder.
La memoria afectiva y territorial también tiene un lugar central en estas piezas. Desde los inviernos de leñadores hasta los calores de la pampa, pasando por las baldosas poblanas, las esculturas traen consigo fragmentos de lugar y pertenencia. Hay una dimensión autobiográfica que se cuela entre los pliegues del hierro: un homenaje amoroso, una mirada hacia el pasado compartido, una evocación que no se pronuncia pero se talla. En este sentido, las obras no solo narran un país, sino una forma de habitarlo: con sus amores, sus símbolos, sus fríos, sus ausencias.
También hay aquí una presencia constante del animal como signo. El toro que cuida su territorio con obstinación, la vaca convertida en mapa de cortes, hablan de una forma de economía del cuerpo, animal, humano, nacional, que se disecciona, se controla, se convierte en producto. Pero estas figuras no se rinden a esa lógica. Porfían, resisten, observan. No son piezas decorativas: son agentes. Se planta allí una ética que incomoda, una relación con el mundo donde los cuerpos tienen historia y no pueden ser reducidos a mercancía sin devolver la mirada.
A pesar de la dureza de los materiales, la obra no renuncia a la ternura ni al juego. El corazón de azulejos, la máscara que quiere liberarse de su propia ficción, las llaves que evocan amor, descubrimiento y paternidad, abren espacios de afecto sin caer en lo sentimental. Aquí, el gesto manual, visible en cada soldadura, en cada remache, en cada pliegue del metal, no es solo técnica: es lenguaje. Un lenguaje que no teme ser contradictorio, porque la vida también lo es.
Esta curaduría no busca ordenar ni explicar. No busca reducir las obras a categorías temáticas. Más bien propone un recorrido por afectos entrecruzados, por tensiones sin resolver, por símbolos que se desarman y se vuelven a armar con otras lógicas. Una curaduría que se alinea con las prácticas de pensamiento situado, con la idea de que cada objeto puede ser una puerta, una trinchera o una pregunta.
En definitiva, estas esculturas nos convocan a pensar desde lo concreto, desde lo que pesa, desde lo que ocupa lugar. Nos recuerdan que todo objeto puede ser una biografía. Que todo material guarda una historia. Que el arte, cuando se forja con honestidad y mirada, no es decoración: es insistencia. Insistencia en recordar, en transformar, en seguir tallando sentido donde otros ven solo chatarra.